domingo, 23 de enero de 2011

Polonia

Ayer le conté a una amiga la historia de mi viaje a Polonia. Después me confesó que se había mareado por unos instantes. Espero que no cause el mismo efecto en versión escrita.

Mi compi-amigo-hermano Fer, mi amigo Sergio y tres más conmigo nos subimos a un autobús en Madrid camino a Polonia, allá por el año 98. Íbamos a ver a una amiga nuestra que se encontraba dando clases de español en la Universidad de Wroclaw. Como éramos estudiantes pues, nada, viaje en plan económico en autobús. A pasar por 4 países: España, Francia, Alemania y, por fin, Polonia. Dia y medio (creo que dos noches) de viaje en autobús. El autobús iba repleto de polacos que se dirigían en las vacaciones de semana santa a su país. Y, a cada uno de nosotros nos tocaba en un asiento. Separados unos de otros. Uff, yo tenía ventanilla y a mi lado me tocó un polaco de unos 50 años con mostacho, camisa de flores y olor a sudor. En cuanto tomé asiento me di cuenta de que me quedaban 36 horas de olor a sudor por delante. Menos mal que por esa época ya hacia yoga y era mi época dorada del control mental, el zen y estas cosas. Así que, respiré (no muy hondo, para no percibir tanto aroma) y dije, esto no es nada. La verdad que luego acabamos siendo amigos ínitmos de todos los polacos, comunicándonos por el idioma universal de la sonrisa y de sus chapurreos en español. Nos trataron muy bien, éramos como sus invitados. Los niños bien que iban a su país. Y, nos salvaron de morir deshidratados. Al cruzar Alemania ya no nos quedaban líquidos y solamente habíamos cambiado a la moneda polaca (aún no estaba el euro) y no podíamos comprar nada en las paradas que hacía el autobús en los otros países. Así que, los polacos nos dieron unos zumos y agua. Y, bueno, lo del olor a sudor corroboró el experimento científico de que la nariz se hace a los olores; vamos que como a las 10 ó 20 horas ya no me daba cuenta.

En las fronteras había lentos rituales de revisión de los pasaportes. Y, hubo bajas. Algunas personas fueron retenidas en alguna de las fronteras y tuvieron que abandonar el autobús.

Llegamos a Wroclaw, la ciudad donde nos encontramos con nuestra amiga. Nos duchamos en la residencia de estudiantes donde ella vivía. Y decidimos ir esa misma noche a Cracovia. Habíamos pensado pasar 3 días en Cracovia y dos en Praga. Y para que nos diera tiempo, teníamos que salir esa misma noche a Cracovia. Ya habíamos pasado dos noches en autobús y nos esperaba otra noche en tren. Uff.

Después de pasear por Wroclaw y cenar por ahí, cogimos nuestras mochilas y nos dirigimos a la estación. El tren salía sobre las dos de la madrugada. Otra sorpresa. El tren abarrotado de polacos que iban a trabajar a Cracovia o a alguna ciudad cercana. Apenas había sitio para sentarnos. Nos tuvimos que sentar donde pudimos, también separados. Y algunos en el pasillo, entre los compartimentos. Yo sólo retengo flashes de ese viaje. No podía con tanto sueño. Y, en la tercera noche sin tocar una cama, los momentos de vigilia se entremezclaban con distintas fases rem. Una de las cosas que recuerdo, es que buscando sitio donde sentarnos, atravesamos una cafetería en la que todos estaban fumando y tomando vodka y uno me tocó el culo. Ni reaccioné. Estaba zombi. Me faltaban como 20 horas de sueño para que hubiera reaccionado. En ese momento pensé qué mierda de viaje es este: sin dormir y en trenes con tanta gente marginal. Bueno, al poco tiempo me maravilló haber vivido esas experiencias.

Pues bien, llegamos a Cracovia. Buscamos un hotel para alojarnos. Y, en plan megaeconómico, nos pusieron a los 6 en la misma habitación. La ciudad es preciosa, me encantó. Y, a pesar de tener por esos años todo el tono comunista, era muy avanzada en todo lo cultural e, incluso, más cosmopolita que las ciudades españolas. Por fin, esa noche dormimos en cama.

Al día siguiente nos tocaba Auschwitz, el campo de concentración. El museo donde, en distintas salas, se encontraban los distintos restos de los que fueron despojados los judios. Una sala con el cabello que les cortaban. Otra con sus maletas pintadas con los nombres en blanco (imagen típica de las películas). Otra con la ropa. Otra con sus gafas, y aparatos ortopédicos. Las salas donde dormían, etc. En realidad, yo sabía que íbamos a ir a Auschwitz pero no había leído nada y no sabía lo que nos íbamos a encontrar allí. Cuando vi la sala con el cabello, no pude evitar emitir un pequeño grito.

Otras salas estaban llebas de fotografías. Miles. Las fotografías que les hacían a ellos con el traje de rallas, rapados y, a veces, también con el gorro (en plan ficha policial, con el numerito). Mujeres, hombres, niños y ancianos. También había fotografías de los militares en los campos. Y de escenas entre los militares y los judios. A menudo recuerdo una foto de una mujer; era bellísima y estaba semidesnuda. Avergonzada, e intantando mantener algo de su dignidad arrebatada, se cubría los pechos con sus manos. No puedo olvidar su mirada. El rostro más bello que jamás he visto con una mirada de dolor, desesperanza, vergüenza. Mirando a su fotógrafo. A su asesino.

A pocos kilómetros de Auschwitz, estaba el campo de Birkenau (es el que se puede ver en La Lista de Schindler). Ambos estaban comunicados por vía de tren. De Auschwitz, donde hacían los fichajes, los iban enviando a Birkenau en los trenes. Y allí estaban las cámaras de gas y los crematorios. El silencio en esos lugares era absoluto. El comportamiento que se mantiene allí es como estar en un cementerio: silencio, movimientos lentos y respetuosos...

No habíamos llevado nada de comer, pensando en que por allí habría algún bar o algo así. No lo había. Repito que era como un cementerio y no había absolutamente nada. Sólo en una mochila alguien tenía algo de salchichón. Tocamos a dos rajas cada uno. Y es lo único que comimos desde las 8 de la mañana que salimos de Cracovia a las 8 de la tarde que llegamos.

Bueno, como veo que ya me voy enrollado demasiado. Solamente diré que tras pasar otro día en Cracovia volvimos a Wroclaw. Y de Wroclaw, tomamos otro tren nocturno hacia Praga. Esa noche fue otra aventura, porque nuestra amiga nos había dicho que lo habían calificado como el tren más peligroso de Europa. Que entraban en los compartimentos y atacaban a la gente. Íbamos un poco cagaíllos porque con eso de ser jóvenes y extrenjeros..pues nos veíamos como blanco fácil. Y encima esa noche había luna llena roja. Sí, roja de rojo. No, amarillenta ni anaranjada. Roja. Nunca la he vuelto a ver de ese color. Ignoro si es normal por allí o es por la sangre acumulada en el holocausto. En Praga estuvimos otros dos días. Fuimos a ver una obra de teatro y yo me quedé dormida (no podía ya con tanto viaje nocturno). Atravesamos muchísimas veces el Puente de Carlos. Puse las manos no sé donde para pedir unos cuantos de deseos. Qué bonita Praga, como de cuento de hadas. Volvimos a pasar la última noche en Wroclaw, estuvimos tomando cervezas. Al salir del último bar, a las 4 de la madrugada, ya se veía el sol. En esa zona, ya muy al este, amanece muy pronto.

Y viaje de vuelta en autobús a España. Al día siguiente de volver, fui a la peluquería y me corté el pelo al uno, casi rapado. He pensado muchas veces si fue casualidad o por los judios de Auschwitz.

1 comentario:

  1. esa amiga tuya debe estar boba...
    no creo que sea una historia para marearse, no estará menopausicaaaa ;)

    me gusto ese final, Marta ;)

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